Domar a un chico es un trabajo duro. Incluso cuando lo desean, cuando saben que lo necesitan, es más un arte delicado que una ciencia. Tienes que estudiar al chico, sentir su cuerpo, sentir su voluntad, encontrar dónde es más fuerte… y dónde es más vulnerable.
Cuando encontré al pequeño Austin, estaba solo y frío en la calle. Parecía frágil, demasiado pequeño y delgado para ser un hombre adulto. No fue hasta que le evalué detenidamente cuando descubrí que ésa era su forma natural de ser. Siempre parecía pequeño y frágil. Y, según mi experiencia, eso es lo que muchos de mis clientes encuentran más valioso.
Para Austin, doblegarle no era sólo cuestión de demostrarle mi autoridad. Estaba claro que me escucharía y haría lo que le dijera. Pero cuando le toqué, tuvo un momento de vacilación. Una duda. Una sensación en su mente de que debía protegerse a sí mismo. Protegiendo algo que le habían dicho que era suyo. Era parte del proceso de corrección. Parte del duro trabajo que le esperaba.
Toda su vida le habían dicho que era su propia persona. Su propio hombre. Que tenía que ser fuerte e independiente. Responsable de su futuro y del camino que tomaría. Podía verlo en sus ojos cada vez que me miraba. Estaba perdido, confuso y desesperado por encontrar un lugar en este mundo. No quería la responsabilidad. No quería la carga.
Tenía que liberarle de esa idea. Liberarle de su verdadera jaula: la autonomía.
Primero había que despojar a Austin de sí mismo. De su identidad. Su historia y sus expectativas. Le llevé a la zona de montaje, una habitación oscura y apartada donde podía ayudarle a sufrir esta transformación esencial. Estaba nervioso y tembloroso, como lo estaría cualquier cordero llevado a un altar de sacrificio. Pero a través del miedo de sus ojos, pude ver que su corazón rebosaba esperanza. No sabía lo que iba a ocurrir, pero en el fondo sabía que se alegraría de no tener que ser el único que decidiera.
Pasé las manos por su cuerpo, palpándolo, evaluándolo. Temblaba mucho. Algo de lo que había que ocuparse antes de que saliera para la subasta. Lo puse a cuatro patas, extendido, aún débil por la calle, apenas capaz de soportar su inconsistente peso. Intenté calmarlo, pasándole las manos por la cabeza y la cara, acariciándolo como a un cachorro abandonado. Me divertía ver cómo la palma de mi mano parecía más grande que toda su cabeza. Me excitaba y sabía que excitaría a mis clientes.
Al quitarle la ropa, supe que tenía que ponerle a prueba para ver cómo respondía a mi autoridad. Le presioné los pezones, sintiendo cómo se volvían más firmes y sensibles a medida que los retorcía y apretaba. Tenía que evaluar sus límites si quería obtener un precio justo por él, así que aunque gritara y gimiera, persistí, descubriendo ese límite superior.
No mentiría. Sentí cómo se me endurecía la polla al sentir su cuello entre mis manos, observando cómo reprimía su miedo a seguir cediendo ante mí. Sabía que mi objetivo en aquel momento no era obtener satisfacción, pero aquel hermoso muchacho me la inspiraba. Verle, sentirle en el agarre de mi mano… Quería poseerlo y adueñarme de él.
Pero él aún no estaba preparado. Aún se aferraba a la idea de que su cuerpo era suyo. Que sus pezones eran su protección. Incluso cuando le metí las manos en los pantalones y le agarré la polla de niño, sentí ese tic de resistencia. Estaba tan dura como yo, pero aún no era una posesión.
Le bajé los pantalones, liberándole de las ropas de su pasado, los últimos hilos de su individualidad. Le di una buena bofetada en los huevos, oyéndole gritar de dolor. Se quedó quieto. Buena señal. Le tapé la boca con una mano, haciéndole callar… un acto que me puso la polla aún más dura.
Pero no fue hasta que lo tuve desnudo y a cuatro patas, con el culo al aire, enrojecido por mi mano, que pude sentir cómo empezaba a renunciar al control. Su apretado y liso agujero se mostró completamente vulnerable ante mí, recibiendo mis dedos aceitados con creciente facilidad y aceptación. Me impresionó lo mucho que podía aguantar, y desde luego no estaba siendo amable.
Le aceité el cuerpo, viendo cómo las marcas rojas se hacían más profundas a medida que la sangre corría hacia donde yo había estado. Resbaladizo y sumiso, empezó a derretirse entre mis manos. Su polla se puso completamente erecta, palpitando en mi agarre mientras lo agarraba. Sabía que tenía que abrirlo, estirar su agujero virgen y ver la mirada en sus ojos cuando escapara la última parte de sí mismo. El yo que se convertiría en mi propiedad, mi objeto… mi mercancía…